Con el comienzo de las clases, el hacinamiento en algunos casos y las relajadas medidas de higiene hacen que mocos y fluidos circulen a sus anchas por el aula

 

Ya está aquí el inicio del periodo escolar, para mí como pediatra y supongo que para maestros y docentes el año empieza ahora y no el 1 de enero. Con la apertura de aulas empiezan, no solo los problemas con libros y uniformes, llantos a la entrada y separaciones dolorosas, también el reencuentro con amigos y enemigos. Entre estos últimos están nuestros denostados virus. Con el comienzo de las clases, el hacinamiento en algunos casos y las relajadas medidas de higiene que mantienen los menores hacen que mocos y fluidos circulen a sus anchas por el aula, permitiendo que los virus empiecen a disfrutar de su ambiente deseado.

El verano actúa como un reset casi completo, pues si vimos un duro invierno de catarros y gripes, la primavera acrecentó los cuadros con asmas, alergias, neumonías y anginas bacterianas. Durante el cierre de las clases y el pasar más tiempo en la calle, campo y playa hicieron que los procesos habituales de los pequeños disminuyeran de manera drástica, modificándose el patrón de consultas, lo que fueron toses y mocos en verano eran picaduras y brechas.

El reinicio de la enfermedad banal de los mocosos lleva implícito el uso y abuso de todo tipo de medicamentos, antibióticos incluidos, como muy bien dice el doctor Andrade en su carta a raíz de un artículo mío sobre antibióticos: «El problema de los tratamientos con antibióticos en pediatría de cuadros catarrales, otitis, bronquitis y bronquiolitis, etc. es complejo y para nada sencillo, tanto por la mala educación sanitaria de la población como por nosotros mismos profesionales que estamos inmersos en este mundo, socialmente medicalizado y en el que es sistema de salud es totalmente abierto a todo y para todo.»

Esa barra libre que hay para el acceso a la consulta y esa medicalización donde todo parece necesitar un remedio, hace que para el profesional saturado sea más fácil y rápido tirar de receta de antibióticos, que podría no hacer falta, en vez de recitar al paciente en unos días para ver cómo evoluciona.

Como bien señala Andrade en su carta, los padres demandan inmediatez, el nene debe curarse cuanto antes, no quieren estar dos o tres días con un catarro sin hacer nada, faltando a clase y al trabajo, si no hay con quien dejarlo, y eso nos puede pasar a nosotros también.

Siguiendo su análisis comenta en su párrafo central: «La realidad, es un circuito que consiste en lo siguiente: consulta de la madre o padre a pediatra, por la mañana, tratamiento sintomático, con evolución de tres o cuatro días, a las 12-24 horas en la persistencia de síntomas, acude a urgencias de Atención Primaria u Hospitalaria, de nuevo se procede a exploración y mantenimiento de diagnóstico, y de nuevo consejo de tratamiento sintomático, a las 24 horas, acude nuevo a su pediatra o de nuevo a urgencias, si mantenemos la cordura, el proceso catarral, acaba con tres o cuatro consultas médicas con dos o tres profesionales diferentes, que en el supuesto haya sido todo académico, no habrán prescrito antibióticos. El tratamiento antibiótico, ejerce un efecto psicológico sedante a los padres, que hace que les ceda la ansiedad y efectivamente aguanten al enfermito en su domicilio hasta su curación. Eso ¿es malo?, es malísimo, pero en nuestra sociedad medicalizada hasta la extenuación, es un factor a tener en cuenta, y no podemos ceder a una realidad que hemos creado, no solo los profesionales, sino todos… Hasta que nuestros responsables políticos no usen todas las armas de comunicación para culturizar a la población en un tema como es el sanitario, no tendremos remedio».

Aquí tengo que discrepar del análisis y de la receta propuesta, que la situación que describe es real, frecuente y conocida no lo voy a discutir, es nuestro pan de cada día, consultas abarrotadas con tontinaderías, permítaseme el término sin querer ofender a nadie, y urgencias hospitalarias sobrecargadas con asuntos banales o que podrían esperar y ser vistas por su médico de atención primaria, pero aun siendo cierto, el tratamiento antibiótico no puede ser en ningún caso un ansiolítico administrado al niño para apaciguar a unos padres demandantes.

No podemos como profesionales caer en el uso de placebos o pseudociencias y mucho menos de antibióticos como tapabocas por sentirnos nosotros sobrepasados, quemados o presionados por el entorno, no es ético, nuestra responsabilidad es con el menor y debemos contemplar su infancia actuando de una manera lo más respetuosa posible y eso implica no hacer o dejar de hacer cosas por presiones externas inadecuadas y mucho menos porque nuestro entorno laboral no sea el adecuado, entrando en un círculo donde nos sentimos maltratados y sin darnos cuenta maltratamos nosotros también y encima al más débil.

No estoy tampoco de acuerdo en cargar culpas a los responsables políticos que, si bien no hay una inversión en educación para la salud, y los presupuestos para primaria cada vez son menores a costa de gastar en un modelo hospitalocentrista cada vez más hipertrofiado y privado, no es más cierto que la responsabilidad debe empezar en nuestro entorno. No solo las cuentas macroeconómicas y grandes presupuestos tienen la culpa de todo, nuestro micromundo, nuestro entorno de cinco metros alrededor es nuestra responsabilidad y de nadie más. Cómo concluyamos una entrevista clínica, cómo desarrollemos esos cinco minutos que tenemos y que ojalá fueran más, cómo actuemos en educación para la salud en nuestra comunidad, tiene más valor en el día a día que cualquier reivindicación a la cúpula directiva que podamos hacer, que también.

Todo lo que se puede leer sobre antibióticos últimamente nos encamina a un desastre, bacterias superresistentes a todo, antibióticos que dejan de funcionar, uso inadecuado y abuso por doquier colocándonos a la cabeza de Europa en su mal control y no digamos ya en la infancia donde la situación es abusiva. En los últimos días, he podido leer estudios donde la responsabilidad de las resistencias no está tanto en el esos tratamientos interrumpidos que tanto regañamos a los pacientes porque no cumplen el periodo indicado, no está tanto en tomar dos días y dejarlo porque ya me encuentro mejor, el problema real puede ser el uso excesivo para cuadros que no lo precisan, la mayor parte de la veces por indicación inadecuada del profesional o también por automedicación, las farmacias no son pocas las que venden sin receta o adelantan el tratamiento, esas pastillas que le sobraron a la vecina y que le fueron tan bien o las que guardó del año pasado cuando pasó algo parecido. También se culpa a los tratamientos indicados correctamente, pero excesivamente prolongados, como se viene demostrando y que habría que replantear cuando una otitis se cura en cinco días iguales que con un tratamiento de 10 o una amigdalitis con dos o tres días de medicación.

En cuestión de antibióticos no es cuestión solo de echar la culpa a los que presionan al médico para que se los recete porque creen que sin ello no mejorarán o se curarán antes. La carta del colega Andrade me hace replantearme y mirarme el ombligo ¿Qué hago yo en cuestión de política de antibióticos? ¿Qué hago en mi día a día, además de quejarme de lo que hace tal responsable político o de las presiones de las farmacéuticas?

Aunque tenga 40 citados ¿soy capaz de perder unos minutos para explicar que no le voy a mandar antibiótico porque no le hace falta? ¿Soy consciente en todo momento de que si un producto, medicamento o placebo, no hace falta, tan solo puede hacer daño al niño?

 

Fuente: https://elpais.com/elpais/2017/08/24/mamas_papas/1503564201_541536.html

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